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Crónicas de Anzoátegui: San Celestino | Venezuela


Por Omar González Moreno | Opinión

San Celestino, un soldado romano que dio todo por ser cristiano, incluyendo su carne, sus huesos y su sangre; nunca se imaginó que después de muerto sería elevado a los altares y mucho menos que sería proclamado patrono de una ciudad que se llamaría Barcelona, ubicada en un país que se llamaría Venezuela, en un continente que se llamaría América.

San Celestino mucho menos pensó que un Papa ordenaría que sacaran sus restos de las Catacumbas de San Lorenzo, en Roma, Italia; que le taparían la cara con una especie de máscara de cera para preservar sus facciones y que lo vestirían con un uniforme, en algunas partes hecho con tela transparente, con el deliberado propósito que se le vieran los huesos.

Que su cadáver sería embalsamado, depositado en un sarcófago de vidrio, sacado de Roma hacia la ciudad de Génova, después al Puerto de Cádiz, luego a San Juan de Puerto Rico y, finalmente, a Barcelona, en Venezuela, para que permaneciera en una especie de funeral de cuerpo de presente por toda la eternidad; eso ni por asomo le cruzó por la mente.

Tampoco que sus restos quedarían expuestos en una especie de vitrina, dentro de un cuartico enrejado de unos 15 metros cuadrados, en la hoy Catedral de Barcelona, donde también serían enterrados en unos frascos de vidrio y en unas cajitas de madera, la cabeza, cinco manos y otros huesos de los mártires San Félix, San Teófilo, San Severino, San Eustoquio, San Facundo, San Pedro Alcántara, San Pacífico, San Anastasio y San Pascual.


No, nada de aquello se imaginó jamás cuando vivía San Celestino, hace más de dos mil años.

 Efectivamente, revelan los documentos que reposan en El Vaticano que San Celestino fue miembro de una típica familia romana, compuesta por el padre, la madre, dos hermanos, cinco esclavos domésticos y tres esclavos liberados, a quienes denominaban libertos.

Como toda familia tradicional romana la suya fue una familia absolutamente patriarcal. El “páter familia” tenía todo el poder sobre los demás miembros. Incluso decidía qué hijos aceptaba y cuáles no.

A los niños malformados, por ejemplo, los lanzaban al mar desde lo alto de una montaña o se les ahogaba en un tonel lleno de agua.

San Celestino pasó la prueba que consistía en depositar al recién nacido a los pies del padre; es decir, del “páter familia” para ver si lo levantaba. Si no lo hacía, aun siendo completamente normal, el niño quedaba automáticamente excluido de la familia y lo botaban en cualquier basurero público o lo dejaban abandonado en la calle para que alguien lo recogiera.

Una vez aceptado, al octavo día del nacimiento, se le impuso el nombre de Celestino, que en latín significa: “Caído del cielo”.

Dicen los referidos documentos de la Santa Sede que desde los 7 y hasta los 12 años, San Celestino recibió en Roma la educación elemental que era impartida en escuelas públicas. Allí aprendió lectura, escritura, cálculo y recitación.

Añaden que hasta los 17 años cursó la secundaria con profesores que eran llamados “grammaticus”. En esa etapa estudió los clásicos de la época, leyes y practicó gimnasia.

Luego entró al servicio militar hasta que se identificó como cristiano; por lo que fue cruelmente torturado hasta morir en los calabozos.

Sus biógrafos precisan que cuando tomó la determinación de declararse cristiano, San Celestino manifestó que anhelaba que cuando muriera su alma ascendiera al reino de los cielos, para luego resucitar entre los muertos y permanecer por los siglos de los siglos en el paraíso prometido por Jesús El Nazareno.

Cabe destacar que a San Celestino le tocó vivir en el año 250 de nuestra era, cuando el Emperador Decio desató una terrible persecución contra los cristianos, porque se habían convertido en mayoría y representaban un peligro para la estabilidad del Imperio Romano.

El Emperador Decio hizo lo imposible para destruir la fe cristiana y ordenó apresar y matar primero a los obispos y luego a todos los demás. Asimismo mandó a quemar los llamados Textos Sagrados. 

San Celestino, ya era un soldado cuando sentenciaron a muerte al anciano obispo de Roma: San Máximo, quien logró fugarse a las montañas antes de que se lo llevaran preso. 

De hecho, San Celestino fue uno de los soldados a quien le encomendaron la tarea de detener al alto prelado y fue en ese momento cuando decidió defender su fe.

Pero no lo hizo silenciosamente. No, dicen que San Celestino veía tanto sufrimiento entre los cristianos que decidió declarar públicamente su devoción, plenamente consciente de que tendría que pagar con su vida el haber tomado esa determinación.

Por algún tiempo San Celestino compartió la cárcel con San Félix, quien había quedado encargado del obispado de Roma, tras la huida de San Máximo e inmediatamente fue capturado. El destino haría que sus huesos volvieran a encontrase más de dos mil años después en un mismo templo en una ciudad llamada Barcelona.

Certifican las actas pontificias que San Celestino y San Félix fueron llevados a un calabozo donde el piso estaba totalmente lleno de vidrios despedazados, clavados en el suelo, para que no pudieran ni sentarse ni acostarse.

Dicen que San Celestino pasaba los días y las noches orando y tratando de evangelizar a sus carceleros, lo cual consiguió en algunos casos, para despecho del emperador y sus colaboradores, quienes ordenaron intensificar las torturas que le infligían.

Pero en vano, pues San Celestino ni se quejaba. Creía que su sufrimiento no era nada comparado con el que padeció el hijo de Dios hecho hombre, quien, para salvar a la humanidad, se rebajó a tal punto que ni siquiera permitió que lo soltaran a él, en lugar de Barrabás, un criminal sórdido que mataba a sus víctimas a puntapiés.

Asientan que, con cada latigazo, en lugar de gritar, San Celestino profería alabanzas a Dios. Esto producía estupor entre sus agresores. Veían que su antiguo compañero de armas se había transformado en un místico. No le espantaba la muerte ni le tenía miedo a los castigos. Más bien parecía estar agradecido por la crueldad con la que era tratado.

San Celestino creía, según los reportes, que esas brutales torturas lo preparaban mejor para la muerte que, a su juicio, era el principio de la vida.

Estaba convencido de la inmortalidad del alma y quería hacer méritos para garantizar que se iría al cielo.

Dicen que San Celestino falleció desangrado. Murió el mismo día y a la misma hora que 250 años antes lo había hecho Cristo: a las tres de la tarde de lo que hoy sería un viernes santo. Su cuerpo presentaba cinco llagas, dos en las manos, dos en los pies y una en el costado.

A San Celestino lo enterraron envuelto en una mortaja en una de las tantas catacumbas de Roma, la de San Lorenzo, que era al mismo tiempo, templo y tumba.

Lo colocaron en nicho que fue cerrado con una simple lápida de barro cocido, en donde aparecía su identificación, la fecha y hora de su muerte.

Cuando abrieron su sepulcro, mil quinientos años después, la cara y el esqueleto estaban intactos.

Fue al Papa Clemente XIV a quien le correspondió ordenar que desenterraran los restos de San Celestino.

Sin embargo, quien envió los restos de San Celestino a Venezuela fue al Papa Pío VI. Igualmente fue quien ordenó la confección de la urna, los adornos y el transporte desde Roma, así como la redacción de los documentos de reconocimiento a la vida ejemplar, la defensa del cristianismo y los numerosos milagros que se le atribuyen al mártir.

 Para garantizar la conservación de sus restos incorruptos, el Pontífice ordenó que se le embalsamara y que le cubriera con un uniforme de gala, parecido al de la llamada Guardia Suiza, pero de otros colores.

El uniforme inicial que le pusieron a San Celestino fue de color tierra, salvo la casaca gris y la banda roja que le cruza el pecho. En el costado derecho le colocaron una espada plateada y en la cabeza, un casco dorado coronado con plumas blancas.

La vestimenta, según la ficha redactada al efecto, señala que fue confeccionado por nueve monjas de un convento romano, quienes permanecieron en ayuna hasta terminar el trabajo; lo mismo que los orfebres que fabricaron el casco y la espada con materiales extraídos de las mismas catacumbas en donde permaneció sepultado durante más de quince siglos.

 La cabeza de San Celestino fue cubierta de cera para que se conservara intactas las facciones de su rostro. La parafina utilizada en ese menester fue recogida de los velones consumidos en el altar privado de los pontífices en el Vaticano.

Así pues, San Celestino parece ahora vivir en la Catedral de Barcelona una especie de luminosa inmortalidad.

El Recordado Obispo de la Ciudad de Barcelona, Constantino Maradei Donato, cuyos restos también reposan en la referida catedral, le escribió un Himno a San Celestino. Sus versos se decantan así:

"Celestino es el Mártir invicto,
Que mi tierra venera con fe.
El siguió los senderos de Cristo
Y el amor fue su escudo y su Ley

Entonemos un himno de gloria
Al apóstol soldado inmortal,
Que en su frente ciñó la victoria
Abrazándose a Cristo eternal.

Nuestra fe se alzará en compromiso
De justicia, honradez y amor
Pues juramos un día en el bautismo
Ser soldados del pueblo de Dios.

Barcelona al seguir sus pisadas
se recoge de filial devoción,
y se postra en sutura sagrada
y en su canto le da el corazón".



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