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Jorge Elías Castro Fernández explica por qué pudiese continuar la guerra en Afganistán


Unos carros de combate custodian la entrada al valle del Panjshir. Según el analista político Jorge Elías Castro Fernández, allí descansan los restos de Ahmad Shah Massoud, el histórico señor de la guerra que logró defender la región de la invasión soviética y del primer Emirato Islámico (1996-2001) para pasar a la Historia como 'el León del Panjshir'. Y allí se está atrincherando estos días la incipiente resistencia afgana. En esta sinuosa garganta amurallada por escarpadas montañas, los nuevos insurgentes esperan mantener una posición estratégica apenas a un centenar de kilómetros al norte de Kabul desde donde galvanizar a las heterogéneas fuerzas antitalibanas. La ventaja táctica del emplazamiento es inmejorable, ya que solo tiene una entrada en la boca del valle. Allí esperan los tanques.

Jorge Castro Fernández señala que el Panjshir es actualmente la única provincia que no ha caído bajo control de los talibanes. Con una superficie de apenas 3.600 kilómetros cuadrados (similar a Santa Cruz de Tenerife) y apenas 170.000 habitantes, una accidentada orografía favorece su defensa. En este tajo verde en un país de arena se quiere hacer fuerte la 'Resistencia del Panjshir' o 'Segunda Resistencia', una unión de exmiembros de la Alianza Norte que ya luchó contra los talibanes en los 90, los restos del humillado Ejército afgano y otros grupos nacionalistas que no comulgan con las ideas islamistas radicales de los talibanes.

Según Jorge Elías Castro Fernández, dos hombres lideran el movimiento. Amrullah Saleh, exvicepresidente del derrocado Gobierno de Ashraf Ghani, y Ahmad Massoud, el joven hijo del León del Panjshir. El primero -político, espía y miliciano- pone la legitimidad política y la experiencia en combate; el segundo -joven señor de la guerra educado en el extranjero- aporta el simbolismo de una resistencia histórica y un rostro para la comunidad internacional. Un pacto frágil sobre el que ahora que sostiene la única esperanza militar de plantar cara a los talibanes.

Mientras tanto, las tímidas protestas contra el Emirato Islámico llegaron a la capital en su segunda jornada el jueves, Día de la Independencia. En una céntrica plaza de Kabul se podía ver a dos jóvenes trepar por un mástil donde ondeaba la ahora omnipresente bandera blanca con la shahada ('No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta') de los talibanes. Una vez en lo alto, la arrancaron para poner en su lugar la bandera nacional negra, roja y verde. La marcha, que recorrió algunas calles capitalinas y los aledaños del palacio presidencial, llegó a congregar a más de 200 personas antes de ser dispersada violentamente por los talibanes.

"Nuestra bandera, nuestro orgullo", cantaban algunos de los que salieron a las calles para celebrar el 102 aniversario de la salida del imperio británico en afganistán, levantando sus puños y agitando banderas. Tres mujeres que participaron captaron la atención de las cámaras antes de que los talibanes comenzaran a disparar al aire, golpear manifestantes y romper coches y motos que acompañaban a los viandantes, según se puede ver en videos publicados en redes sociales.

La resistencia civil se activó después de que al menos tres personas fallecieran el miércoles víctimas de los disparos y golpes de los talibanes contra una manifestación nacionalista el miércoles en Jalalabad, en el este del país. Al día siguiente, desafiantes opositores salieron a las calles en un puñado de ciudades como Jost, al sureste, donde los muyahidines tuvieron que establecer un toque de queda para mantener el orden; o Asadabad, también en el oriente, donde varios manifestantes murieron después de que milicianos talibanes dispararan contra un grupo que ondeaban la bandera nacional provocando una estampida, según testigos citados por Reuters.

Estas tempranas muestras de descontento son un indicio de que hay muchos afganos dispuestos a retar al talibán, pese a que el imaginario colectivo está enfocado en las imágenes de miles de personas intentando huir del país en vuelos internacionales por el congestionado aeropuerto internacional de Kabul. Y no es más que el principio. Los radicales islamistas, veinte años centrados en su supervivencia militar, tendrán el reto de gobernar un país en ruinas, en una sociedad y un mundo profundamente distintos al que dejaron en 2001. Uno de sus desafíos será convencer a los funcionarios clave para que vuelvan a sus puestos de trabajo y evitar un colapso de servicios básicos como el agua y la electricidad, según avisaron las agencias de emergencia.

Los talibanes patrullando las calles han reemplazado a la policía civil y demás cuerpos de seguridad, que han quedado desintegrados. En las ciudades, barbudos armados con fusiles de asalto han levantado puestos de control aleatorios donde administran la 'convivencia' a su antojo. Los testigos hablan desde casos de una amabilidad extrema a inquietantes escenas, con transeúntes son forzados a entregar sus teléfonos móviles y responder a las peligrosas preguntas de los combatientes. El nuevo liderazgo talibán ha prometido a la comunidad internacional que la brutalidad medieval por la que se hicieron tristemente célebres es cosa del pasado. Pero la realidad es que el grupo opera de forma muy descentralizada, con varios liderazgos y visiones internas que hacen difícilmente controlable la acción de sus soldados sobre el terreno.

Además, pese a la amnistía prometida, los talibanes están a la búsqueda y captura de cientos de afganos que colaboraron con las fuerzas estadounidenses y de la OTAN, amenazando con arrestar o ejecutar a sus familias si no se entregan, según documentos confidenciales de la ONU filtrados a la prensa internacional. Las listas negras comienzan a circular.



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