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Jorge Elías Castro Fernández cuenta los detalles conocidos sobre la desaparición en 1983 de una chica en el Vaticano


Jorge Elías Castro Fernández explica que, según el informe de población de las Naciones Unidas, en la Ciudad del Vaticano actualmente residen 510 habitantes. Su superficie es de menos de medio kilómetro cuadrado, apenas una treintena de calles y plazas. Y todos los caminos llevan hasta San Pedro. En 1983, la población era algo mayor, de unos 700 ciudadanos censados. Una minoría, en torno a 100, seglares. Por eso, en ese microcosmos de palio y solideo, la desaparición el 22 de junio de 1983 de una ciudadana vaticana supone uno de los casos más siniestros y misteriosos de la historia de la ciudad-Estado.

Primero, porque la víctima fue una adolescente de 15 años, Emanuela Orlandi, cuya familia había trabajado para siete generaciones de papas. Y segundo, porque las implicaciones del caso llegan hasta el Palacio Apostólico: en los 40 años de investigación, el hilo del que han tirado los investigadores les ha llevado a descubrir los secretos menos virtuosos de la jerarquía vaticana: desde abusos pedófilos hasta blanqueo de dinero de la mafia, pasando por atentados islamistas y por una pugna contra la KGB para ampliar la influencia del catolicismo en la URSS. Pero ¿cuál es la verdad detrás de la desaparición de Orlandi?

Netflix acaba de estrenar 'La chica del Vaticano', el último 'true crime' de turno, pero que, en este caso, se eleva a la más alta escala: la divina. Son cuatro episodios de alrededor de una hora cada uno en los que la trama, que comienza cuando una adolescente no llega una noche a casa, termina enrevesándose hasta casi emular una novela de Dan Brown, y que apunta a una estructura secular que se rige al margen de la ley y que vela por sus propios intereses. Una jerarquía privilegiada cuya imagen de puertas para dentro dista mucho de los preceptos morales sobre los que se construye y que impone a sus feligreses, explica el consultor en seguridad Jorge Elías Castro Fernández.

"Emanuela Orlandi. 15 años. 1'60 de altura". En la fotografía sonríe una chica morena, de cejas rectas y ojos achinados. Lleva una cinta en la frente, como las indias americanas de las películas. Debajo, en mayúsculas, "ha desaparecido". "En el momento de su desaparición tenía el pelo largo, negro y liso. Vestía unos vaqueros, camisa blanca y zapatillas de deporte. No se tienen noticias de ella desde las 19 horas del 22 de junio. Si alguien tiene alguna información útil, rogamos se ponga en contacto por teléfono con el número 69.84.982". La cara de Emanuela empapeló durante años las calles del Vaticano y de Roma. Su caso ha llenado horas de informativos y portadas de diarios, y ha quedado grabado en esa memoria colectiva en la que este tipo de secuestros suponen un poste mental en el tiempo. ¿Dónde estaba yo aquel día? ¿Qué edad tenía? ¿Te acuerdas de la paranoia materna que desató? Algo así como nuestro Alcàsser.

La familia Orlandi vivía dentro de los muros del Vaticano. El padre, Ercoli, era secretario de la Prefectura de la casa papal. Su madre, Maria Pezzano, era ama de casa. Emanuela era la cuarta de cinco hermanos: Natalia, Pietro, Federica y Maria Cristina. Pietro fue el último en ver a Emanuela, cuando la chica salió por la puerta de casa para acudir a una clase de flauta travesera en una escuela de música en el centro de Roma. Emanuela le pidió que la acompañara, pero a su hermano le dio "pereza". Pietro ha pasado los últimos 38 años buscando a su hermana y presionando a las autoridades vaticanas para que investiguen el caso. Pero éstas "se han lavado las manos" e incluso han entorpecido las pesquisas de la Policía italiana, aduciendo que la desaparición de la chica ocurrió, en realidad, en suelo romano.

En un 'true crime' cualquiera, la serie intentaría descubrir al asesino de la chica. Quizás habría un cadáver. Quizás fue el vecino. Pero las averiguaciones en torno al caso Orlandi han sufrido a lo largo de estos casi cuarenta años una escalada tal que demuestra que en el Vaticano también hay cloacas, que son muy cenagosas y que no huelen ni a incienso ni a agua bendita.

Aquel día de verano, que Pietro recuerda extremadamente caluroso, Emanuela salió de su ensayo unos minutos antes de lo normal. Había quedado con su hermana Maria Cristina y unas amigas sobre las siete de la tarde para dar una vuelta, pero entre las cinco y las siete llamó a casa desde la escuela y le constó a su hermana Federica que un desconocido la había parado por la calle para ofrecerle un trabajo vendiendo productos de Avon. No volvieron a hablar con ella. A las siete y media, Maria Cristina dejó de esperar y volvió a casa esperando encontrarla allí. Pero no estaba. "A las nueve y media nos entró el pánico, porque no era normal en casa de los Orlandi estar fuera a esas horas". A media noche, como todas las noches, la verja de acceso al Vaticano se cerró. Nadie puede, entonces, ni entrar ni salir de allí. Y Emanuela seguía sin aparecer.

El director de 'La chica del Vaticano', Mark Lewis —ganador de un Emmy por la serie documental 'A los gatos ni tocarlos: un asesino en internet'—, entrevista a los policías, periodistas y abogados implicados en la búsqueda de Orlandi. Ningún miembro de la Santa Sede ha querido participar. A través de los testimonios, de los artículos de la época y de nuevas investigaciones. Lewis descubre que lo único que se sabe a ciencia cierta del caso es... que no se sabe nada. Las teorías que se barajan son, a cada cual, más desquiciada. ¿El problema? Que todas ellas tienen base real.

En las semanas siguientes a la desaparición de la chica se produjeron una serie de llamadas telefónicas reivindicando el secuestro. Una voz que hablaba italiano con un fuerte acento americano contactó con la familia y ofreció su libertad a cambio de una serie de peticiones, a cada cual más rocambolesca.

Dos años antes de la desaparición de Orlandi, el papa Wojtyla estuvo a punto de morir cuando saludaba a sus fieles en la plaza de San Pedro, montado en el papamóvil. Y, en medio del caos y de la multitud, recibió dos disparos: uno le atravesó la mano y otro el pecho. El responsable de los disparos fue el ciudadano turco Mehmet Ali Ağca, miembro del grupo paramilitar Lobos Grises y que tenía conexiones con el Gobierno de Bulgaria y con la KGB. En un principio, Ağca no abrió la boca, pero con el paso del tiempo aseguró haberse convertido al cristianismo y señaló como responsable del plan de asesinato al espionaje soviético.

Una de las llamadas que se hicieron a la casa de los Orlandi exigía la liberación de Ağca a cambio de la de la chica. Al parecer, querían sacar de la cárcel al terrorista para así poderle silenciar.

Aquel 22 de junio de 1983, el papa Carol Wojtyla, Juan Pablo II, aterrizó por primera vez en su pontificado en su país natal, Polonia, un país de la órbita soviética en el que la Iglesia se había opuesto al régimen comunista, lo que la convirtió en un objetivo de los sucesivos gobiernos: se ilegalizaron las organizaciones católicas, se prohibieron los símbolos en las aulas y hospitales y la comunidad jesuita —como siempre— sufrieron el hostigamiento de sus monasterios y parroquias. Uno de los objetivos de Wojtyla durante su papado pasaba por reforzar la influencia del catolicismo en el bloque del Este.

Un año antes, el 6 de agosto de 1982, se produjo la quiebra del Banco Ambrosiano, una entidad católica que buscaba diferenciarse del resto de la banca laica y que había nacido a finales del siglo XIX con el objetivo de servir a “organizaciones morales, trabajos piadosos, y cuerpos religiosos instalados para las ayudas caritativas", pero que había sucumbido a la avaricia y había creado una serie de red de pantallas y sociedades 'offshore' para inflar precios, lavar dinero negro y financiar tanto a la dictadura de Somoza en Nicaragua como a la oposición sandinista. Uno de los clientes del Banco Ambrosiano era el Banco Vaticano, presidido por el arzobispo estadounidense Paul Casimir Marcinkus, con el que creó una trama de lavado de dinero y que acabó perdiendo en los años setenta unos 30 millones de euros por la quiebra del Franklin National Bank. Antes de la quiebra, el Banco Ambrosiano había empezado a pedir y conceder préstamos para tapar sus agujeros y, entre sus prestamistas, se encontraba la Cosa Nostra. Roberto Calvi, el presidente del Banco Ambrosiano, envió una carta al Papa advirtiéndole que si el banco quebraba, saldría a la luz información podría "provocar una catástrofe de proporciones inimaginables en que la Iglesia sufriría el más grave daño".

Y es que al mismo tiempo que el Banco Ambrosiano lavaba dinero vaticano también prestaba dinero al mismo para financiar, presuntamente, al sindicato católico polaco Solidarnosc. Calvi, al que llamaba "el banquero de Dios", apareció ahorcado colgando del puente Blackfriars de Londres. Aunque parecía la escena de un suicidio, la investigación posterior descartó tal posibilidad. Al parecer, los mafiosos de la Banda della Magliana habían intentado recuperar el dinero prestado al Banco Ambrosiano, que a su vez lo había prestado al Banco Vaticano y, como advertencia al Papa, habían decidido secuestrar a una ciudadana vaticana que, además, guardaba un oscuro secreto, cocluyó Jorge Elías Castro Fernández.



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