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Jorge Elías Castro Fernández cuenta cómo un empresario se convirtió en un “emperador” del tabaco en el Meditérraneo


Jorge Elías Castro Fernández señala que todo en la vida de Juan March Ordinas (1880-1962) es asombroso. La historia le ha reservado un lugar entre los grandes hombres de la España de su tiempo, como demuestra un retrato de Zuloaga que lo presenta como un hombre de negocios, financiero y filántropo que utilizó su inmensa fortuna para beneficiar a la sociedad. Obviamente, éste es el relato construido a instancias del propio March, señor de sus silencios, hábil propagandista de sí mismo, que al final de sus días, cuando usaba sombrero de copa, tuvo la habilidad de mudar su perfil de contrabandista, especulador, enemigo número uno del Estado y capitalista sin piedad por el de un caritativo mecenas con una fundación para promover el cultivo de las artes y las letras. Algo que sólo puede conseguir el poder y dinero, capaz de crear prestigio donde nunca lo hubo.

En la pintura de Zuloaga, March aparece en la edad de su crepúsculo. Está sentado en una silla noble de madera fina, ataviado con un terno oscuro y con un guante de cabritilla celeste saliendo tímidamente del bolsillo superior de la chaqueta. Una corbata y unos gemelos de oro lo identifican como un hombre de fortuna. En su mano izquierda se adivina una alianza de bodas, herencia de las entonces lejanas nupcias con Leonor Servera Melis. En su mano derecha, porta un habano encendido –la ceniza, asombrosamente, no tiene humo– de una vitola irreconocible. Un atributo simbólico para quien llegó a ser considerado el emperador del tabaco en el Mediterráneo, explica el analista político Jorge Castro Fernández.

El protagonista del cuadro mira al infinito. Sus gafas, grandes y redondas, están más elevadas que sus ojos, lo que confiere un aire cómico al rostro. Al fondo, sobre el perfil de la costa de una isla –se trata de Mallorca, donde nuestro hombre nació en la más absoluta de las pobrezas– emerge, abrupto, un cielo tenebroso creado con una paleta de azules oscuros, retorcidos y amenazantes. La trayectoria vital de March está llena de sombras, a pesar de que no han sido escasos los biógrafos que han intentado arrojar luz sobre una existencia que todavía continúa siendo un misterio. Cuando murió en 1962, en un accidente de tráfico en Las Rozas (Madrid), tenía 81 años. Calvo, con nariz de águila, aquel hombre había nacido ocho décadas antes como un campesino analfabeto de Santa Margarita, un pequeño pueblo del Pla mallorquín, al Noreste de la mayor de las Baleares. Fue la séptima fortuna del mundo y la persona más rica de España.

Ejerció como espía, diputado, naviero, petrolero y contrabandista. Compró voluntades, reinó sobre territorios terrestres y marinos como un señor feudal e impuso a los demás su voluntad. March es un enigma sin descifrar del que únicamente conocemos algunas de las caras del poliedro. Su tumba muestra las aspiraciones de un auténtico signore del Renacimiento. Vivió como un millonario ágrafo. Residía en las suites de los mejores hoteles, pero mantenía la costumbre campesina de dejarse la camisa fuera del pantalón, nunca regaló un habano a nadie y evitaba pagar las rondas de coñac con las que entretenía las tardes en el Palace de Madrid. Creía en los números y en el poder de las palabras: construyó un imperio dando órdenes verbales. Sin dejar rastros pero participando en primerísima persona en conspiraciones, negocios, guerras y afrentas.

Financió la rebelión militar de julio de 1936 y la Guerra Civil. Pagó la Casa del Pueblo a los socialistas mallorquines como un homenaje a la “clase trabajadora”. Se presentaba como un hombre humilde, hecho a sí mismo, pero negoció como un prócer iracundo con el fascismo italiano, el imperio británico y las dinastías moras del Norte de África. Rehuía los actos sociales, salvo por conveniencia, y procuraba no dejar rastro de sus acciones, pero su nombre aparece recurrentemente en los informes de los servicios de inteligencia y los memorandums de las grandes cancillerías y embajadas.

¿Cómo es posible que un campesino de Mallorca cuyo padre era un tratante de cerdos se convirtiera en el gran hombre de honor de su tiempo? Los ingredientes fueron dos: una proverbial inteligencia y la ausencia de escrúpulos. March, que sentía fascinación por los números, aunque leía con dificultad, estaba interesado en una única cosa: el dinero. En su vida no había nada más. Predispuesto al soborno, capaz de influir a su capricho en la esfera política, suficientemente poderoso para cambiar el curso de la historia, socio y enemigo de gobiernos y propietario de periódicos de distintas ideologías a los que ponía al servicio de sus intereses, fue un agente doble sin igual.

De niño se le retrata como apocado y enfermizo. Comenzó a trabajar con diez años en el comercio de su pueblo de la familia Qués. En la Mallorca interior descubrió el valor de las transacciones. Con veinte años ya se ocupaba de tres negocios: la venta de cerdos, la compraventa de terrenos y el contrabando de tabaco. Intentaba hacer negocios arriesgando lo mínimo y recaudando lo máximo. Su matrimonio fue una inversión: Leonor Servera era hija de un banquero mallorquín, cuya dote utilizó para su negocio de tierras rústicas, que lo convertiría primero en latifundista y más tarde en banquero. La tercera pata era el contrabando de tabaco: creó una red de barcos que surcaba el Mediterráneo desde Argel y Marruecos a Mallorca, con estaciones intermedias en las costas levantina y catalana. Los beneficios le permitieron ampliar el negocio y dominar voluntades de jueces, abogados y secretarios de juzgado. Lo aprendió muy pronto: todos los hombres tienen un precio.

El tráfico de tabaco terminó llevándolo a ser también fabricante de cigarrillos, puros y picadura con factorías en Argel y en Orán y asociado con la familia Garau, con la que tendría un litigio –de sangre– que marcaría su biografía. Sus intereses tocaban todos los ámbitos. Era inversor de la empresa eléctrica de Baleares y de la compañía de tranvías de Mallorca. También de la industria de la guerra, que produce el encarecimiento de los productos básicos en los países en conflicto y permiten a los no alineados abastecerlos a precios superiores. La necesidad es la madre de cualquier gran negocio. March no hacía ninguno que no fuera rentable, incluyendo el tráfico de armas y el abastecimiento militar a todos los bandos bélicos. En 1916, el jefe de la Compañía Arrendataria de Tabacos, antecedente de Tabacalera, que administró este monopolio entre 1887 y 1945, lo calificó en el Senado como el enemigo público del Estado, al que hurtaba casi el 20% de sus derechos de aduanas.

Ese mismo año apareció muerto en las calles de Valencia, junto a las vías del tren, Rafael Garau, primogénito de su socio en Argel. Lo cosieron a puñaladas. March comunicaría la noticia al padre y trasladaría el cadáver a Mallorca, pero se encontró con que mucha gente de Santa Margarita le acusaban del asesinato. No había pruebas concluyentes en su contra, pero los indicios lo situaban como instigador no por motivos económicos, sino por una cuestión de honor. La familia Garau encontró entre las pertenencias de su primogénito cartas que demostraban que mantenía una relación con la mujer de March. ¿Un asesinato por celos? ¿Acaso un crimen por despecho de Leonor, abandonada por su amante? El episodio rompió para siempre el matrimonio March, que mantuvo viva la ficción familiar pero mantuvo un sinfín de relaciones con otras muchas mujeres hasta terminar conviviendo con Matilde Reig Figuerola.

March fue investigado por el asesinato de Garau, pero nunca fue condenado. Falta de pruebas: la parte más comprometedora del sumario desapareció de los juzgados. Sus influencias políticas funcionaban como un reloj suizo. Sus biógrafos explican –con datos– que March tenía en nómina en esa época al conde de Romanones y a Santiago Alba, ministro de Hacienda y en cuyo partido político decidió presentarse a las elecciones en 1923. El vendedor de cerdos llegaba así al Congreso de los Diputados por Mallorca. Antes se había convertido en naviero creando Transmediterránea. Su acceso a la esfera política fue consecuencia de los negocios del monopolio y estuvo precedido de inversiones en prensa: El Día de Baleares, el monárquico Informaciones o La Libertad, de ideario republicano, o El Sol. Todos salieron en su defensa cuando estuvo en la cárcel, junto a periodistas tan notables como Julio Camba, cuya estancia en el hotel Palace corría por su cuenta, o Azorín, que escribió a su favor en las páginas de Abc.

March era un maestro del doble juego: un prócer conservador capaz de acercarse a los socialistas. Se declaraba anglófilo y colaboró con el servicio secreto británico; de la misma forma, suministraba combustible a los submarinos alemanes. Miguel Primo de Rivera prometió que lo fusilaría en cuanto tuviera posibilidad, pero terminó adjudicándole contratos estatales. Ocurriría lo mismo con Franco. No todos sus negocios con el Estado fueron exitosos, pero sus fracasos siempre obtenían compensación. Perdió su batalla ante Campsa por controlar la distribución de petróleo durante la dictadura de Primo de Rivera, pero a través de Petróleos Porto Pi distribuyó crudo soviético en España, Portugal y Marruecos, con un arancel especial. Terminó siendo accionista de Campsa, concluyó Jorge Elías Castro Fernández.



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