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La crisis que evitó el ahora papa Francisco cuando Benedicto XVI quiso intervenir la Compañía de Jesús


"Veo con tristeza e inquietud que va decayendo sensiblemente en algunos miembros de las familias religiosas el sentire cum Ecclesia del que habla frecuentemente vuestro fundador. Con tristeza veo también un progresivo distanciamiento de la jerarquía. La espiritualidad ignaciana de servicio apostólico bajo el romano pontífice no acepta esta separación".

El fundador no era otro que san Ignacio de Loyola, el primer jesuita, y la expresión "bajo el romano pontífice", una forma de reprimenda a la orden por no observar el cuarto voto de obediencia al papa, exclusivo de la Compañía de Jesús, reseñó Julio Martín Alarcón en El Confidencial.

. Las palabras de la homilía de la misa del padre Franc Rodé, el 7 de enero de 2008, habían sido validadas por el papa Benedicto XVI, que escribió de puño y letra en el texto original: “Leído. Me parece muy bueno y apropiado para la apertura de la Congregación General”.

Rodé, con el plácet del papa, aludía así a uno de los lemas de san Ignacio de Loyola: Sentire cum Ecclessia, sentir como la Iglesia, un auténtico torpedo en la línea de flotación contra los jesuitas, recordándoles que la compañía se debía especialmente al conjunto de normas de la curia y de la jerarquía eclesiástica, según la voluntad del soldado de cristo san Ignacio.

Lo que había ocurrido es que, apenas unos meses antes, el papa Ratzinger tuvo encima de la mesa la posibilidad de intervenir la Compañía de Jesús, impidiendo la libre elección de su nuevo padre general, tal y como hiciera su predecesor y amigo Juan Pablo II en 1981. Según aclara la anotación de Ratzinger en el texto de la homilía de Rodé —quien se la había enviado para su aprobación—, la misa se oficiaba nada menos que para inaugurar la XXXVI Congregación General de los jesuitas, la que según sus estatutos debía elegir al nuevo padre o prepósito general, es decir, al jefe de la Compañía de Jesús, el comúnmente llamado papa negro.

Las comilllas del comienzo pertenecen al libro del historiador y experto en la Iglesia católica Gianni La Bella, Los jesuitas: del Vaticano II al papa Francisco. Lo aclara a El Confidencial en una conversación telefónica: "En realidad, fue una parte de la curia quien presionó a Benedicto XVI en este aspecto, que sin embargo valoró la posibilidad. El actor principal de esa conjura era el secretario de Estado del Vaticano, Tarsicio Bertone". Hay mucho más.

—¿No seguía órdenes de Benedicto XVI el secretario de Estado de la Santa Sede? —pregunta El Confidencial.

—Tanto como órdenes no, pero que lo habría aprobado, sí.

—¿Y Franc Rodé no era a su vez amigo del arzobispo Bergoglio [el papa Francisco], que también intervino?

— El arzobispo de Buenos Aires no solo no participó, sino que se opuso.

Franc Rodé estaba entonces al frente de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, es decir, el dicasterio del Vaticano que vigila a las órdenes religiosas. Para no perderse: uno de los varios ministerios de gobernación, por decirlo de alguna forma, de la Santa Sede, que aglutina la jerarquía de la curia. ¿Qué significaba que el papa Benedicto XVI en enero de 2008, hace ahora justo 15 años, avalara esa reprimenda a la orden a través de su ministro encargado del gobierno de las órdenes religiosas?

Pues que al igual que en 1981, cuando el papa Juan Pablo II intervino la Compañía de Jesús —con el cardenal Ratzinger como máximo asesor y “amigo de confianza”—, al santo padre le habían planteado hacerlo de nuevo instigado por una curia contraria al devenir de la orden más polémica durante siglos de la Iglesia católica. Los obispos mas conservadores con este tema temían la sombra de una nueva generación de nuevos padres jesuitas educados en una orden contaminada por la Teología de la Liberación de los setenta y ochenta, la última gran guerra civil de la Iglesia.

El ahora papa Francisco, entonces arzobispo Jorge Bergoglio de Buenos Aires, se interpuso tras ser consultado por el propio Benedicto XVI, que confiaba en el futuro pontífice por estar alineado con los conservadores, entonces y ahora, y a pesar de ser jesuita y de Sudamérica. La historia es fascinante y compleja, bastante más que las estúpidas tramas de bestseller que popularizó el novelista Dan Brown y que han seguido otros, desvirtuando el verdadero foco. Hay tramas vaticanas, pero las disputas dentro de la curia son la obra del hombre intentando llevar la palabra de Dios. Esta, concretamente, resume una parte importante del devenir de los últimos 40 años de la Iglesia católica, de sus crisis y también de sus retos, porque la muerte de Joseph Ratzinger marca el final de una época de crisis como jamás existió nunca en toda la historia de la Iglesia católica. La época de los escándalos por los abusos y la crisis de la fe.

Poco antes de la inauguración de la Congregación General jesuita, en marzo de 2007, el secretario de Estado del Vaticano, Tarsicio Bertone, siguiendo órdenes de Benedicto, había enviado una carta bastante incendiaria al prepósito general de los jesuitas, el padre Peter Hans Kolvenbach, que amenazaba veladamente con la segunda intervención de la orden en menos de 20 años. Lo desveló el historiador de la Universidad de Módena Gianni La Bella:

"El 9 de marzo de 2007, el secretario de Estado, Tarcisio Bertone, respondiendo al general, le escribe que es deseo del papa 'que en la próxima Congregación General se reflexione con cuidado sobre la preparación espiritual y eclesial de los jóvenes jesuitas, y, para toda la compañía, sobre el valor y la observancia del cuarto voto'. En la continuación de la carta, el cardenal informa al prepósito de las ‘preocupadas reflexiones’ del pontífice sobre la situación de la orden en Francia, donde las ‘señales de la vida religiosa en comunidad (silencio, observancia del horario, penitencias, separación de la comunidad, distinción profesos-coadjutores espirituales, composición de la asamblea provincial, etc.) parecen estar marginadas; la vida religiosa propiamente dicha (piedad, clausura, mortificación) parece estar relegada a la vida meramente privada, perdiendo mucho de su dimensión comunitaria. Todo esto es vivido en una especie de euforia, con el asentimiento al menos tácito de la autoridad", —G. L. B. 'Los jesuitas, del Vaticano II al papa Francisco'—

El arzobispo Tarsicio Bertone estaba al frente de la Secretaria de Estado, el dicasterio —ministerio, siguiendo la comparación— más antiguo de la Santa Sede. Había sido reformado por Juan Pablo II, dividiéndolo en dos: uno que se ocupara de los asuntos generales y otro de las relaciones con los diferentes Estados. A pesar de que el título que se otorgó al primero sea "sustituto para Asuntos Generales", su importancia es mayor. Según explica La Bella la fórmula del Secretario de Estado era un procedimiento inédito y canónicamente extraño: "Básicamente sugería a Kolvenbach que para garantizar una óptima Congregación General había que implicar al cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, refiriéndole cuanto antecede y pidiéndole su autorizado parecer al respecto".

El padre Kolvenbach se quedó atónito ante tal interferencia, más aún cuando era precisamente él quien había salido elegido como padre general de los jesuitas después del interludio de Paolo Dezza, el jesuita que puso a la fuerza Juan Pablo II, ignorando las reglas de gobierno de la orden, como respuesta a la renuncia del padre Arrupe, prepósito general de los jesuitas durante los convulsos tiempos de la Teología de la Liberación.

Juan Pablo había intervenido entonces la Compañía de Jesús porque no se fiaba de que siguiera a las órdenes de Roma. Arrupe y los jesuitas —los que estaban a favor y los que estaban en contra— asumieron entonces la decisión. De hecho, las suspicacias de la curia en torno a Benedicto XVI en 2007 provenían, según Gianni La Bella, de una conjura de obispos que interpretaban, precisamente, que la nueva generación de padres jesuitas ordenada en ese lapso de tiempo seguía los principios de una Iglesia más cerca al pueblo y menos preocupada por la observancia de la ortodoxia, uno de los eternos choques de los setenta y los ochenta.

No en vano, el teólogo cardenal Ratzinger, entonces al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe con Juan Pablo II —el ministerio encargado de velar por la correcta interpretación de la doctrina de la Iglesia—, había sido muy duro con el movimiento de la Teología de la Liberación, que habían avalado sobre todo los jesuitas, pero no exclusivamente. Veinte años después, aprovechando la renuncia de Kolvenbach y una nueva Congregación General de los jesuitas, afloraba de nuevo la profunda herida de décadas anteriores.

Sin embargo, los tiempos habían cambiado en ese aspecto, Benedicto XVI, amigo de confianza y teóricamente seguidor de Juan Pablo II, inauguró su papado entre otras decisiones otorgando a un jesuita el cargo de portavoz del Vaticano, mientras que la sombra de Sudámerica se desvanecía. Para entonces, el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, de gran prestigio, jesuita y nada sospechoso de pertenecer a esa ala progre y mucho menos a los partidarios de la Teología de la Liberación, era un apoyo. Bergoglio, que según el historiador Andrea Riccardi asumió una variante de esta teoría, sin sombra del marxismo y comprometido absolutamente con las ideas del papa Ratzinger sobre el relativismo —lo que se expresó como una forma de ser católico a la manera más conveniente para uno mismo—, se erigió en referente y nexo hacia un nuevo papado con más carisma y más popularidad, más cercanía a la manera de Juan Pablo II, que aparente teología.

En lo doctrinal no hubo absolutamente cambio alguno. ¿Qué ocurrió con la amenaza de la intervención? Benedicto, acuciado por los suspicaces sobre la deriva de la Compañía de Jesús, propuso a Bertone que advirtiera al jefe saliente de la orden, el padre Kolvenbach, de que debía consultar la elección con el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio. Aunque era insólito, el padre general accedió. El ahora papa Francisco expresó que no estaba de acuerdo ni mucho menos con el relativismo y algunas de las derivas de su propia orden y que de hecho le preocupaban, pero advirtió en cambio de que una nueva intervención sería desastrosa.

El papa recientemente fallecido escuchó a Bergoglio y, a diferencia de los tiempos de Arrupe y Juan Pablo II, no se produjo la interferencia de Roma. La clave sobre todo lo ocurrido está en la reunión que tuvo en Valladolid el recién elegido prepósito general de la Compañía de Jesús, Alejandro Nicolás, ya fallecido, con un grupo de jesuitas entre los que se encontraba el padre Urbano Valero, amigo y ayudante del padre Arrupe, que fue quien filtró el contenido de la reunión a Gianni la Bella y con él la realidad sobre el peligro que corrió la orden de nuevo en esos años.

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