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Las controversias de Georg Gänswein, el secretario privado de Benedicto XVI y sus posturas contrarias al papa Francisco


Poco antes del funeral solemne del papa emérito Benedicto XVI, quien murió a los 95 años, pero que, como destacó L’Osservatore Romano, recibió un funeral a la altura de un pontífice, en un clima enrarecido, quien ha estado bajo la lupa es su secretario privado de toda la vida, el arzobispo alemán Georg Gänswein.

En una operación comercial probablemente no deseada por él, los anticipos más explosivos de su libro Nada más que la verdad, mi vida al lado de Benedicto XVI, más algunas entrevistas en las que pareció sacar afuera los trapos sucios y destacar las diferencias entre dos papas -uno en funciones y otro emérito- que por casi diez años tuvieron una convivencia forzada ejemplar, crearon desasosiego. No era el momento, sobre todo por respeto al impresionante legado del papa emérito y al silencio que se autoimpuso desde su clamorosa renuncia, anunciada al mundo el 11 de febrero de 2013, piensan muchos, reseñó Elisabetta Piqué La Nación.

Pero ¿quién es realmente el “padre Giorgio”, como algunos lo llaman, ese hombre de 66 años cuyo futuro hoy parece un interrogante? Amante de los deportes, en el pasado estuvo en tapas de revistas como Vanity Fair y fue fotografiado jugando al tenis en un club de Roma que queda muy cerca del pequeño estado del Vaticano. Dedicó los últimos años de su vida a cuidar al ya frágil y anciano Joseph Ratzinger, cuyo ataúd de ciprés besó en su funeral solemne. Pero ahora, con sus inesperadas confesiones, aparentemente llenas de veneno, algunos lo ven como un virtual nuevo vocero de los sectores más conservadores y anti-Francisco.

Nacido en Reidem am Wald, en la Selva Negra alemana, el 30 de julio de 1956, mayor de cinco hermanos, antes de entrar al seminario don Georg obtuvo una licencia de piloto; además, trabajó brevemente como cartero y fue instructor de esquí. Ordenado sacerdote en Friburgo en 1984, Gänswein pronto fue enviado a Roma para estudiar derecho canónico, materia que más tarde pasó a enseñar en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, del Opus Dei.

En 2003, dos años antes de ser electo Papa , el cardenal Joseph Ratzinger, alemán como él, lo eligió para que fuera su secretario privado en la Congregación para la Doctrina de la Fe, donde Gänswein había comenzado a trabajar en 1996.

Como recordó en el diario ABC el vaticanista español Javier Martínez Brocal, Gänswein acompañó al cardenal Ratzinger al cónclave de abril de 2005, posterior a la muerte de Juan Pablo II. Pero no entró en la Capilla Sixtina. Y cuando se dio cuenta quién había sido electo, quedó impactado. “Vi al fondo un hombre vestido completamente de blanco, incluso sus cabellos eran blancos. Lo reconocí inmediatamente, fue una especie de tsunami”, confesó años más tarde.

Tenía 48 años, treinta menos que Benedicto, que acababa de cumplir 78. Y cuando saludó al recién electo pontífice, le besó la mano y le aseguró en voz baja: “Le prometo mi total disponibilidad para la vida y para la muerte”. Desde entonces, lo acompañó tanto en los buenos momentos del pontificado, como durante sus grandes disursos en Westminster Hall o en el Reichstag de Berlín, como en los malos, como en la crisis de Ratisbona, los encuentros con víctimas de abusos o la traición de su mayordomo.

De hecho, en 2012, en medio de la llamada tormenta del Vatileaks, que también lo golpeó personalmente, cuando salió publicado Su Santidad, las cartas secretas de Benedicto XVI, del periodista Gianluigi Nuzzi, Gänswein fue el primero en deducir que Paolo Gabriele, el exmayordomo de Benedicto, era el responsable de la filtración de documentos. Entonces, informó enseguida a Benedicto XVI que sospechaba del insospechable mayordomo y, luego de una dramática reunión con los demás miembros de la “familia pontificia” (que atendía a Benedicto en su departamento del quinto piso del Palacio Apostólico), acusó directamente a Gabriele de haber sido el “cuervo”. Si bien éste al principio lo negó, más tarde confesó todo.

Se cree que justamente por semejante lealtad, el 6 de enero de 2013, poco antes de su abdicación, Benedicto XVI lo ordenó arzobispo. Y, unas semanas antes, prefecto de la Casa Pontificia, un cargo clave. Desde ese lugar -antes ocupado por el cardenal norteamericano James Harvey-, además de blindarlo, lo convirtió en alguien de inmensa influencia, siendo el hombre que decidía quién puede tener una audiencia con el Papa.

En ese mismo enero, la edición italiana de la revista Vanity Fair -biblia de la moda y el gossip de los famosos-, le dedicó la tapa a Gänswein, de quien destacó que de joven llevaba el pelo largo y escuchaba a Pink Floyd y que recibía cartas de amor. “Ser lindo no es pecado”, titulaba Vanity Fair sobre Gänswein, famoso por sus amistades femeninas (una gran amiga es la princesa Alessandra Borghese, escritora de la nobleza romana).

Poco después, la renuncia de Benedicto fue un golpe durísimo para Gänswein. Sus lágrimas cuando el papa dimisionario abandonaba el Palacio Apostólico y se trasladaba por un breve tiempo a la residencia de Castelgandolfo dieron la vuelta al mundo en una transmisión en directo de ese momento histórico.

Con la elección del papa del fin del mundo, el 13 de marzo de 2013, las cosas se fueron para él complicando con ese doble rol de servidor de dos papas: como prefecto de la Casa Pontificia, de Francisco -cargo que aún formalmente ocupa, pero del que fue obligado a tomarse una licencia-, y como secretario privado de Benedicto, ya papa emérito y con quien se mudó a vivir al Monasterio Mater Ecclesiae, en el Vaticano.

En una entrevista, en marzo de 2015, Gänswein admitió que no había sido fácil para él, un alemán acostumbrado a un papa alemán, de golpe estar al lado de un papa argentino muy informal, bastante alérgico al protocolo.

“El cambio más profundo para mí fue el de función: pasar de ser secretario particular del papa Benedicto a prefecto de la Casa Pontificia con el papa Francisco. Fue un gran desafío no solo en cuanto al trabajo, sino en cuanto al estilo. Como cada persona, también los papas tienen su impronta personal, su estilo inconfundible, con el que se distinguen. Es claro que para quien está acostumbrado a un cierto estilo durante muchos años, si hay un cambio hace falta un esfuerzo para orientarse en modo nuevo”, dijo.

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